Marcos Sánchez Foncueva, a nivel mundial uno de los mayores expertos en urbanismo, nos brinda este artículo sobre el problema del turismo rural en España.
En cualquier análisis de los fenómenos rurales y urbanos conviene siempre acudir a una delimitación y caracterización clara de nociones y conceptos. Un servidor siempre tiene a mano un ejemplar actualizado del diccionario de la RAE, como herramienta primera y esencial para aquel estudio y para el correcto discernimiento de las múltiples circunstancias y contextos en que se desenvuelven campo y ciudad. Sin embargo, en esta ocasión, este básico instrumento me muestra desnudo ante una realidad que se extiende sin freno y que adelanta otra vez a nuestra Academia en la carrera del lenguaje. Y con ello inicio el nuevo curso desde este Punto de Encuentro, que se extenderá en dos entregas, tratando de explicar y remediar, ya hablaremos de sanar, una herida que ya sangra de manera abundante, haciendo realidad la sentencia del erudito británico Robert Burton cuando afirmaba, durante la sangrienta guerra europea de los Treinta Años, que una palabra hiere más profundamente que una espada.
Recurramos, entonces, a la Fundéu (Fundación del Español Urgente) como encargada de salvar, en lo posible, los intervalos temporales producidos entre la generación y aparición de neologismos y su recepción, en su caso, por la RAE en su diccionario. Así, nos indica Fundéu, turistificación es un término bien formado con el que se alude al impacto que tiene la masificación turística en el tejido comercial y social de determinados barrios o ciudades. Con todo, analizando el manejo específico del término por la academia y los medios, puede observarse su empleo con dos sentidos opuestos. El más amplio, desprovisto de connotación subjetiva, refiere el fenómeno como el proceso de adecuación de los espacios rurales o urbanos a la actividad turística específica, que implica su transformación final y conlleva efectos en el medioambiente y el paisaje, con implicaciones económicas de mayor o menor calado y una posible modificación del contexto cultural y social de la población o núcleo afectado. No define el carácter, positivo o negativo, de las transformaciones y se centra, normalmente, en las acciones desarrolladas por sujetos públicos y/o privados con el objetivo de la puesta en valor turístico de sus territorios.
En otro sentido, ya de carácter negativo, se alude a la turistificación como fenómeno que afecta, de manera desfavorable, al patrimonio rural y urbano, dañando el tejido socioeconómico del territorio, con pérdida del valor simbólico y una degradación funcional del entorno inmediato. Esto es, conforme a este sentido de base adversa, la especialización turística de los espacios concluye con una percepción contraria y negativa de sus efectos por la población local.
Descendiendo en el análisis al entorno rural, al campo español, tan incomprendido por unos, maltratado por otros, ignorado por la mayoría, conviene echar la vista atrás y repasar crónicas, legislaciones, relaciones, Historia. Sin ir demasiado lejos, por no cansar al paciente lector, resulta sumamente clarificador el documento “El futuro del mundo rural”, editado por la Comisión Europea en el año 1988. Allí se contiene el fundamento de las políticas desarrolladas desde entonces por los estados, muy particularmente y con abundante riego por parte de los diversos fondos europeos, en España. La Comisión es clara al señalar que “entre los servicios que se deben crear en el medio rural, el turismo rural ocupa un lugar muy especial y, a priori, las perspectivas parecen muy favorables. Para sacarle el mayor partido, se deberían organizar las intervenciones en torno a tres ejes principales: mejora de las prestaciones turísticas mediante una ayuda a la organización del sector turístico y a la comercialización de productos; creación de una oferta turística más elaborada (productos mejor acabados); creación de infraestructuras apropiadas (piscinas, campos de deporte, etc.) y mejor formación de quienes se dediquen a la prestación de servicios turísticos; progresiva incorporación del turismo a la diversificación de la actividad agraria principal (formación de los agricultores y sus esposas, creación de las indispensables infraestructuras de asistencia)”.
A partir de aquí entra en juego la antipática costumbre de la inmediatez y de coger el rábano por las hojas que atenaza a parte de la clase política patria. La declaración europea va a suponer una desenfrenada carrera que lleva a las comunidades autónomas a la sustitución progresiva de las actividades agroganaderas tradicionales por el turismo de naturaleza y el turismo rural, pretendiendo que con ello quizás fuéramos capaces de frenar la sempiterna crisis migratoria campo-ciudad. No se previeron ni programaron actuaciones, ni se establecieron cauces de vigilancia y planificación, ni existió una gestión rigurosa de los fondos europeos. Se multiplica la generación o reconversión de hoteles y casas rurales alcanzando, en el año 2001, los 4.958 establecimientos de turismo rural identificados por el INE, organismo que triplica esos registros en el año 2020, hasta los cerca de 16.000 establecimientos abiertos. Otro sol nos hubiera calentado si parte de la ingente inversión se hubiera destinado, no tanto a ayudas y subvenciones para agotar el maná europeo, cuanto, a prever y paliar las causas y consecuencias de la falta de sostenibilidad del turismo rural, como ausencia de planes o programas, la escasa cualificación, oferta indiferenciada y, por tanto, confusa, comercialización basada en esquemas poco adecuados y efectivos.
Uno de los efectos más palpables de todo ello lo pude comprobar en la tierra de mis padres, mi querida Asturias, hace algunos meses. Visité aldeas en las que contaba hasta seis casas turísticas en un total de no más de diez edificaciones totales. En alguna podía adivinar algún visitante, quizás su orgulloso propietario afanado en su limpieza, mientras que el resto permanecían cerradas a cal y canto. Cuidadas fachadas con bonitos colores, rodeadas de prados en los que la generosa naturaleza cantábrica crecía sin control invadiéndolo todo, convertida en el mejor de los combustibles, mientras quien les escribe daba vueltas sobre sí mismo buscando las vacas de su niñez, sin encontrarlas. He vuelto este verano. Más movimiento y más visitantes, aunque de las seis casas, en pleno mes de agosto, tres permanecían cerradas, las vacas no habían vuelto y gran parte de los prados circundantes se encontraban en parecido estado al constatado en invierno. Preguntando por la falta de ocupación de las casas vacías se me contestó, claro, que los negocios ya no eran rentables y permanecían cerrados con sus propietarios lejos. En conclusión, baja ocupación y elevada estacionalidad, que convierten desgraciadamente en insostenibles a un porcentaje demasiado elevado de estos negocios.
No será pacífico lo que explico a continuación, pero el análisis me lleva a afirmar que un porcentaje importante de la responsabilidad en el fracaso de la puesta en valor del turismo rural español ha de asignarse al odioso concepto de la España vaciada y a su explicación del campo español como un territorio estéril, acabado y solamente apreciable, en el mejor de los casos, por su extraordinario paisaje y valores medioambientales o naturales. Hasta no hace tanto esos espacios constituían la forma de vida de miles de personas que disponían de un espacio productivo rico y variado, construyendo un tejido social y económico activo y diverso. Y tras la pandemia vemos con claridad cómo la recuperación de ese tejido productivo y de las actividades agroganaderas debiera convertirse en cuestión de Estado.
La turistificación del entorno rural no es mala en sí misma. No al menos en el sentido neutro que apuntaba al inicio. Si se establece una planificación adecuada desde la ordenación del territorio y el urbanismo que integre la actividad turística, protegiendo y potenciando el núcleo de aquellas actividades económicas tradicionales e integrando el turismo rural o de naturaleza como un complemento paisajístico, económico y ambiental de aquella, estaremos cerca de conseguir que los establecimientos turísticos alcancen cotas de sostenibilidad económica, social y ambiental aceptables. El camino iniciado a finales del pasado siglo llevará al colapso de los negocios turísticos y al abandono, ahora sí, del campo a su suerte. El establecimiento de herramientas y medidores que aseguren la sostenibilidad, implantando sistemas de gestión eficaz, ha de contribuir al objetivo. No debe repetirse el modelo actual, en el que la estacionalidad y la baja ocupación constatada de los establecimientos los llevan a la inviabilidad económica.
El modelo actual incide en el agravamiento de aquellos espacios donde el sobreturismo resulta un problema evidente, condenando al infraturismo a las ubicaciones, como aquella aldea asturiana, en que la subvención, la deficiente gestión y la nula comprobación o vigilancia de los resultados, conducen a la degradación y desaparición de las actividades tradicionales y, por ende, de la propia aldea. Racionalidad y calidad deben ser los pilares que guíen la planificación del turismo rural en España. Las ayudas y subvenciones no convierten ninguna ubicación, por muy privilegiada que sea en su paisaje o valores ambientales y naturales, en destino turístico sostenible. En tan solo dos décadas se ha demostrado que la promoción turística del campo en España no se ha traducido en un incremento del bienestar económico y social. Se han acrecentado las desigualdades con un demoledor efecto, el de la desaparición de las actividades tradicionales y, en consecuencia, el abandono progresivo de núcleos rurales hasta no hace tanto tiempo pujantes y con un tejido socioeconómico sostenible y resiliente.
La pérdida de resiliencia del campo español y la mala gestión del turismo rural son el mejor caldo de cultivo para el activismo turístico y la turistificación de los movimientos sociales. Aparece la turismofobia. Se produce el enfrentamiento social y las posturas maniqueas campan a sus anchas, demonizando al neoliberalismo y al mercantilismo depredador como culpables de los desajustes provocados por la deficiente gestión. Resulta curioso observar la evolución y comprobar cómo una política socialdemócrata como lo fue la precursora en Europa de las ayudas y subvenciones al turismo rural, deviene en el furibundo ataque al neoliberalismo como principal responsable de la turistificación. Pocos manifiestan la pérdida de resiliencia del campo español o la sustitución de las actividades productivas tradicionales o la precarización laboral, derivadas todas del riego incesante e incontrolado de subvenciones y ayudas provenientes de los fondos europeos. No se confunda el lector, no ataco las políticas que incluyan la ayuda como instrumento, en absoluto. Persigo la eficacia en su gestión y en su control, la participación ciudadana como cimiento primero de las Smart Destinations, el turismo rural inteligente y programado, la racionalización del uso turístico de la vivienda en el medio rural, el establecimiento de cauces que eviten la polarización territorial procurando la cohesión y la racionalización de las políticas turísticas.
En la era de la revolución tecnológica no es difícil ni caro establecer indicadores sobre el uso turístico de la vivienda, del agua, de los espacios naturales, de los flujos migratorios, de las condiciones laborales. Hemos de tender hacia la modelización de la funcionalidad turística y hacia una planificación y gestión territorial del turismo avanzada y eficaz, abandonando de una buena vez la política de la subvención sin más, que suele terminar en la generación de infraestructuras turísticas que acaban en el abandono, primero, y en el olvido y la degradación ambiental y socioeconómica, después. Debe evitarse la oferta turística sobredimensionada sin justificación, ofreciendo a los núcleos rurales alternativas para el fortalecimiento y el crecimiento de las actividades económicas tradicionales. El turismo rural por sí solo, ahí los resultados, nunca funcionará como palanca transformadora. La resiliencia ha de buscarse en el fortalecimiento de los lazos históricos de los pobladores con la explotación sostenible de su entorno, huyendo de la absurda ludificación del campo español de las últimas décadas y destacando, siempre, que en el turismo, como en casi todo, no es tanto la cantidad como la calidad.
Cuestión aparte, aunque no tan distinta o distante, es la referida a la turistificación de la ciudad. Asunto que dejo para otro Punto de Encuentro en el que buscaré, de nuevo, la complicidad del paciente y siempre considerado lector.